Acabo de ver una entrevista realizada en televisión a Vicente del Bosque, la persona y el personaje español, con permiso de los jugadores de la selección, más famoso y admirado en nuestro país y en buena parte del «mundo mundial». Sin embargo, su rostro y, sobre todo, sus gestos, no han variado mucho de los que expresaba como el entrenador que hace casi un mes, un 16 de junio, se sentaba en el banquillo y dirigía el primer partido de nuestra selección de fútbol en la Copa del Mundo de Sudáfrica.
Todos sabemos el resultado de aquella primera batalla, y el terremoto originado por la misma, fundamentalmente entre la prensa deportiva de nuestro país, tan dada a crear héroes como a derribarlos en un santiamén. «La España de siempre» volvía como un espectro del pasado a oscurecer nuestro destino y repartir su pesimismo más cañí por toda la piel de toro. De pronto, a las primeras de cambio y recién aterrizados nos daban con las puertas en las narices y nos dibujaban una cruda realidad: esto es un Mundial y aquí no hay nada fácil.
Mucho más tranquilos que los medios estaban los jugadores de nuestro equipo, y todavía más el cuerpo técnico con Del Bosque a la cabeza. Nadie mejor que ellos eran conscientes del accidente sufrido. La visión del partido en vídeo no hizo más que confirmar que España había jugado bien. Una jugada desgraciada, con varios rebotes, todos en contra se convirtió en cruda fatalidad, traduciéndose en gol del rival que nuestro juego no fue capaz de equilibrar ni superar.
Por otra parte, sucedió algo que podía volver a suceder y que ninguna vacuna ni antídoto en forma de táctica o es- trategia podría impedir. Puedes prever el error y, sin embargo, no poder evitarlo. El fútbol, como cualquier juego colectivo, es complejo y dentro de su complejidad tiene gran peso el azar, la aleatoriedad lo que le hace continua- mente flirtear con el caos, alternándose orden y desorden de una manera no previsible, aunque sí probable; teniendo como objetivo los contendientes impo- nerse al otro, dominando precisamente, tanto lo que se espera como lo ines- perado, adaptándose a las circuns- tancias y venciendo a las mismas.
El partido de Suiza no ocurrió como se esperaba, pero nos enseñó que podría pasa más veces. Una jugada aislada, un error, un lapsus de concentración, un interruptus espacio-temporal en nuestro exquisito juego de posesión-obsesión por el balón y nuestro gozo en un pozo.
Gestionar estos momentos no era fácil para cualquiera. Menos con todo el planeta contemplándonos como favoritos, gracias a la fácil verborrea de nuestros voceros, que nos habían proclamado campeones antes de jugar, y también por la ansiedad acumulada durante años de frustraciones en anteriores participaciones: jugamos como nunca y perdimos como siempre.
Sin embrago es cuando sobresale más necesaria que nunca la figura de un entrenador tranquilo, equilibrado, conocedor del mundo del fútbol y de lo que a éste le rodea, que aglutina en su haber cualidades personales destacables y capacidades profesionales muy meritorias.
Me detengo aquí para defender la profesionalidad de este tipo, tan Juan Español, tan buena gente, que parece que sólo es eso. Nada más lejos de la realidad. Este señor ha demostrado capacidad de liderazgo. Quizás un liderazgo al que estamos poco acostumbrados: compartido con su equipo técnico, que escucha, que se enriquece, que evoluciona y que se adapta a las circunstancias cambiantes que exige la dirección de un equipo, donde la única certeza es que todo es incierto y cambiante. Pero, además, ha demostrado conocimientos de los rivales, preparación de los partidos, capacidad de reacción ante lo que no funciona o lo sorpresivo, manejo de lo imprevisible. Y todavía más. Ha sido un gran director de recursos humanos, un gerente de las emociones y sentimientos, un distribuidor de los afectos eligiendo para ellos las palabras, los gestos y, sobre todo, los momentos oportunos.
Nos ha enseñado el significado verdadero y si añadidos de la palabra RESPETO. Sí. Con mayúsculas: al deporte, a sus rivales, a sus críticos, al buen fútbol, a sus jugadores, etc. contribuyendo con sus actos a dar lecciones de educación deportiva y de ciudadanía a todos los que hemos querido aprender. Nunca fue mejor aplicado el dicho: “por sus obras le conoceréis”. El Señor Del Bosque nos ha dejado, además de una Copa, un monumento a la humildad bien entendida; al orgullo sano sin vanidad. Nos ha enseñado que hasta en las más altas realizaciones y adversidades a las que se enfrenta el espíritu humano tiene cavidad la generosidad, la bondad, la buena gente, y que unidas a la diligencia, a la profesionalidad y a la búsqueda de la excelencia ninguna meta es inalcanzable: no hay nada imposible.
En un mundo, el del deporte, tan lleno de estrellas, tan teatrero, tan farandulero, destacar precisamente por todo lo contrario tiene mucho mérito y debemos saber reconocerlo y decirlo.
Vicente del Bosque es una persona ejemplarizante, es decir, capaz de ser ejemplo para otros. Ojala sea así y sus formas se generalicen por el bien de todos.
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